Si.
Siento pena en esta hora. Miedo también, y mucho. Y creo que de todos los miles de miedos que he sentido en toda mi vida, este es el más importante. Siento pena porque la misma pena se mezcla con la incertidumbre. He conocido lugares del futuro donde mis hermanos se pelearán por grano y no conocerán hierba comestible ni aún para el ser humano. He vislumbrado lugares donde matar es común, y cuya única finalidad de vida mortífera es obtener grano y agua. Y he visto a millonarios y poderosos con fuerza alquilada al Búho Petrificado, jactándose en lujosos vehículos y lustroso cuero, jugando a manejar bastas riquezas que ni ellos mismos son capaces de gastar en sus vidas materiales. Jugando a ser dioses de lo que ven, pero de lo que no manejan inmaterialmente.
En esta hora maldita y prevista se fragua una de las más grandes aniquilaciones; y no siento odio, si no sigo sintiendo pena, pues muchos padres de mis enemigos caerán, pero lo harán con más fuerza las madres de mis amigos. Temo. Pero no temo por mi alma ni por la de mis amigos. Solo temo, por las almas de mis enemigos que sentados en una mesa dorada calculan la cantidad de muertos que habrá de haber para completar lo que está escrito en monolitos infames de piedra. Me arde el alma por la madre lejana, y por el hijo que la extraña. Tengo pena por mí. Porque ya he conocido el odio. Un odio impotente que sulfura el agua y oxigeno que habita en mi cráneo febril. Tengo miedo de mi mente cuando llegue la hora en que la señora del balón de cuero determine que acabó por fin el circo romano, y que ha llegado el tiempo de cosechar sus semillas oscuras y putrefactas. Esa hora, donde caerá el justo y morirá el impío. Donde la escoba dorada barrerá a justos por pecadores. Y veré a pecadores inertes e incólumes, riéndose de sus suertes al estar vivos, pero con la culposa certeza viva pero silenciosa en sus almas de no haber hecho nada por sus hermanos.
Temo porque estoy solo y Dios no me ayuda en esta hora.
Tengo pena de los enamorados, que solo atesoran esperanza de una vida llena de sentimientos de alegría. Pero acarreo mucha más pena, por quienes están enamorados del verde trozo de nota en forma de bono bancario por el que desean lascivamente mi muerte. Babeantes, como si la vida no fuera otra cosa que adquirir. Infames, que ven la riquesa en un trozo de papel de algodón. Siento pena incluso, por quienes el oro será tipo de cambio, pues sé, más vale la pena cambiar todo el oro del mundo por una sonrisa sincera, una caricia al que sufre y una mano abierta y extendida ante el que ha perdido tanto como su propia fe. Siento pena de quienes no saben que el propósito de la vida es entregar, no recibir.
Ya no tengo rabia en lo absoluto, solo pena por quienes se atiborran de bienes superfluos, como si sus almas fueran capaces de llevar monedas y oro al Templo Azuldorado del cual venimos y retornamos.
Tengo miedo porque no percibo tu pena, ni tus palabras y solo huelo tu indiferencia ante los actos que nos pueden ver morir. ¿Me escuchas, ser ciego e imbécil? Mataremos al mundo si no hacemos algo, si no nos unimos ni estamos de pié cuando suene la campana que llama a las bombas nucleares de Julio. Despierta y ve lo que tienes. Ama y da, que esa es la Ley.
Y por último siento pena y rabia de no poder hacer nada estando solo. La incertidumbre me carcome en esta hora gélida. Está la pena de no saber si estarás conmigo mañana por la mañana. Pero está la fuerte convicción y la profunda e indestructible fe de saber que, cuando lleguemos al Sol, estaremos firmes y de pié sobre la indestructible montaña.
Siento pena en esta hora. Miedo también, y mucho. Y creo que de todos los miles de miedos que he sentido en toda mi vida, este es el más importante. Siento pena porque la misma pena se mezcla con la incertidumbre. He conocido lugares del futuro donde mis hermanos se pelearán por grano y no conocerán hierba comestible ni aún para el ser humano. He vislumbrado lugares donde matar es común, y cuya única finalidad de vida mortífera es obtener grano y agua. Y he visto a millonarios y poderosos con fuerza alquilada al Búho Petrificado, jactándose en lujosos vehículos y lustroso cuero, jugando a manejar bastas riquezas que ni ellos mismos son capaces de gastar en sus vidas materiales. Jugando a ser dioses de lo que ven, pero de lo que no manejan inmaterialmente.
En esta hora maldita y prevista se fragua una de las más grandes aniquilaciones; y no siento odio, si no sigo sintiendo pena, pues muchos padres de mis enemigos caerán, pero lo harán con más fuerza las madres de mis amigos. Temo. Pero no temo por mi alma ni por la de mis amigos. Solo temo, por las almas de mis enemigos que sentados en una mesa dorada calculan la cantidad de muertos que habrá de haber para completar lo que está escrito en monolitos infames de piedra. Me arde el alma por la madre lejana, y por el hijo que la extraña. Tengo pena por mí. Porque ya he conocido el odio. Un odio impotente que sulfura el agua y oxigeno que habita en mi cráneo febril. Tengo miedo de mi mente cuando llegue la hora en que la señora del balón de cuero determine que acabó por fin el circo romano, y que ha llegado el tiempo de cosechar sus semillas oscuras y putrefactas. Esa hora, donde caerá el justo y morirá el impío. Donde la escoba dorada barrerá a justos por pecadores. Y veré a pecadores inertes e incólumes, riéndose de sus suertes al estar vivos, pero con la culposa certeza viva pero silenciosa en sus almas de no haber hecho nada por sus hermanos.
Temo porque estoy solo y Dios no me ayuda en esta hora.
Tengo pena de los enamorados, que solo atesoran esperanza de una vida llena de sentimientos de alegría. Pero acarreo mucha más pena, por quienes están enamorados del verde trozo de nota en forma de bono bancario por el que desean lascivamente mi muerte. Babeantes, como si la vida no fuera otra cosa que adquirir. Infames, que ven la riquesa en un trozo de papel de algodón. Siento pena incluso, por quienes el oro será tipo de cambio, pues sé, más vale la pena cambiar todo el oro del mundo por una sonrisa sincera, una caricia al que sufre y una mano abierta y extendida ante el que ha perdido tanto como su propia fe. Siento pena de quienes no saben que el propósito de la vida es entregar, no recibir.
Ya no tengo rabia en lo absoluto, solo pena por quienes se atiborran de bienes superfluos, como si sus almas fueran capaces de llevar monedas y oro al Templo Azuldorado del cual venimos y retornamos.
Tengo miedo porque no percibo tu pena, ni tus palabras y solo huelo tu indiferencia ante los actos que nos pueden ver morir. ¿Me escuchas, ser ciego e imbécil? Mataremos al mundo si no hacemos algo, si no nos unimos ni estamos de pié cuando suene la campana que llama a las bombas nucleares de Julio. Despierta y ve lo que tienes. Ama y da, que esa es la Ley.
Y por último siento pena y rabia de no poder hacer nada estando solo. La incertidumbre me carcome en esta hora gélida. Está la pena de no saber si estarás conmigo mañana por la mañana. Pero está la fuerte convicción y la profunda e indestructible fe de saber que, cuando lleguemos al Sol, estaremos firmes y de pié sobre la indestructible montaña.